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El culto a la verdad

  • Foto del escritor: Steven Neira
    Steven Neira
  • 28 ene 2022
  • 3 Min. de lectura

Hoy que celebramos la Memoria de santo Tomás de Aquino, a quien le debemos gran parte de la profundización teológica de las verdades de la fe, me parece importante tocar ciertos puntos sobre el tema del conocimiento y la verdad. Y para hacer homenaje al doctor de la Iglesia, trataré de ser esquemático y puntual.


La fe en la razón

Varios son los rasgos característicos de la Iglesia, pero si algo la identifica de manera particular, es la fe en el Logos, en la razón, porque creemos que ese “logos” del que hablaban los filósofos antiguos, se ha encarnado en Jesucristo, de manera que Él es la Palabra, la Razón y la Verdad. Sobre esto, el Concilio Vaticano I, en pleno conflicto del siglo XIX entre el fideismo protestante que despreciaba a la razón y el endiosamiento de una razón ciega de parte de la Ilustración, declaró como dogma de fe el que la razón humana como don de Dios, por su propia luz puede llegar a conocer a Dios en sus atributos.

Esto quiere decir que aquella leyenda negra de que la fe se opone a la razón (y cuando no, a la ciencia) no solo que es falsa, sino que denota una profunda ignorancia de la historia y de cómo la Iglesia aportó al método científico y a la existencia del sistema universitario. De hecho, si no fuera por aquellos monjes que preservaron los clásicos de la filosofía pagana, muy poco nos quedaría de la cultura helénica. En otras palabras, el cristianismo tiene una profunda fe en la razón, no como quien la idolatra, sino como quien le da su justo lugar como don de Dios.

El culto a la verdad

Nosotros no nos inclinamos ante una teoría o un conjunto de doctrinas, sino ante una Persona que claramente se ha identificado a sí misma como la Verdad (Jn 14,6) de tal manera que nuestra religión le rinde culto a la verdad en el sentido estricto de la palabra. La mentira, la falsedad y el error vendrían a ser una especie de antítesis del cristiano que está llamado a configurarse con Jesucristo. Bajo esa lógica los Concilios de la Iglesia han buscado arremeter contra las herejías que surgieron ya desde los primeros siglos, con el único interés de la salvación de las almas, porque sabemos que ahí donde se predica el error, donde se traiciona a la verdad, los corazones quedan como envenenados, y peor aún si la predicación del error viene de los pastores, porque entonces se evidencia aquello que decía el profeta Jeremías, que el pueblo se aleja de Dios que es fuente de vida, para luego beber de cisternas rotas (Jr 2, 14).


Todo este contexto para recordar que vivimos una constante batalla entre la Ciudad de Dios y la de los hombres, que en la Ciudad de Dios se sigue rindiendo culto al Dios vivo y verdadero, mientras que en la de los hombres se ha caído en la herejía del modernismo, creyendo ciegamente que lo que ayer era “sí” con el pasar del tiempo puede ser “no” en materia de fe. Y aunque por pura gracia obtenemos la ciudadanía divina con el bautismo, esto no nos libra de ser traidores. De hecho, son tantos los que siendo de la Ciudad de Dios, viven y actúan como si fueran de este mundo, aunque el Señor insiste en que no lo somos (Jn 15, 9), de hecho el apóstol Santiago nos advierte que quien se hace amigo del mundo se constituye en enemigo de Dios (St 4,4)


En estas condiciones, hablar de que “cada quien tiene su verdad” es una cosa no solo herética, sino contraria al querer de Dios. Lo nuestro es detestar el error y amar al que yerra, condenar el pecado y acoger al pecador. Y seamos francos, en un mundo que detesta las verdades absolutas, lo nuestro sigue siendo rendirle culto a la verdad afrontando las consecuencias, tal como lo hizo el Señor.


Esta “rigidez” de la verdad es la que ha producido mártires en la Iglesia, empezando por el mismo Cristo, que claramente nos dejó ciertos criterios fundamentales para saber hacia dónde dirigir los sentidos: “Todo el que es de la verdad, escucha mi voz” (Jn 18, 37)


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